José Luis Aristizábal Ramírez, profesional en estudios políticos y resolución de conflictos.
Colombia, una nación constantemente dividida entre ideologías, tendencias políticas, estratos sociales, regiones y microrregiones, tiene hoy nuevamente un desafío importante en el proceso de ser un Estado nación unificado.
El ascenso a la presidencia de Gustavo Petro simboliza muchas cosas, entre esas, el arribo de la izquierda a la jefatura de Estado, la posibilidad de una transformación prometida en campaña y de hacer las cosas de una manera diferente, ofreciendo garantías a la oposición y oportunidades a los sectores alternativos.
Hasta ahí la idea es muy buena e interesante, pese a las críticas realizadas en campaña por la llegada de polémicos, tradicionales, competentes y muy hábiles políticos como Armando Benedetti y Roy Barreras.
El cambio se veía en ese momento como una oportunidad para acabar con la polarización que normalmente vivimos, pero poco duró la luna de miel. Los sectores más radicales de la izquierda se sintieron defraudados por la composición de un muy interesante gabinete, con ministros experimentados y de gran prestigio, pero que no representaban a la izquierda.
Además un gabinete que en sus filas contó inicialmente con cuotas de partidos que de manera clara y sin reparos hicieron un “giro copernicano” y terminaron haciendo parte de una coalición de gobierno que pocos vieron con buenos ojos y que algunos pensamos, no duraría mucho tiempo.
Llegó la reforma tributaria, una que a diferencia de la anterior no tuvo un estallido social, solo una rápida aprobación en el capitolio nacional. También llegó el voto positivo a un plan nacional de desarrollo bastante progresista, con un énfasis importante en la protección medioambiental.
De ahí que la aplanadora petrista se impone, decían algunos, y tan rápido como llegó el descontento de los sectores más radicales de la izquierda, igualmente arribó el malestar de los partidos tradicionales, con ello los cuestionamientos a la reforma a la salud, que ostentó en esta oportunidad el papel del florero de Llorente y la posibilidad de desarmar esa coalición tan fácilmente lograda.
Este nuevo panorama hizo que el discurso presidencial fuese más vehemente, el “balconazo” poco sirvió y la amenaza presidencial de tomarse las calles si el congreso no apruebaba las reformas presentadas, generó un reacción contraria a la esperada.
La polarización emanada desde el primer mandatario desarrolló una cascada de desafortunados hechos que hundieron la reforma laboral, el proyecto de ley para la legalización del cannabis para mayores de edad y dejaron en un estado muy complejo y casi insalvable a la reforma a la salud y la reforma pensional.
En el marco de la división de poderes amenazar el congreso no es buena señal, menos aún invitar a las calles a una ciudadanía que si bien le eligió como presidente en junio del año pasado, lo hizo con un pequeño margen frente al peor candidato posible, que además después de la primera vuelta no hizo campaña y aun así, la gente con tal de no votar por Petro lo marcó en el tarjetón.
Es necesario que nuestro presidente recuerde el artículo 188 de nuestra Constitución que dice “El Presidente de la República simboliza la unidad nacional y al jurar el cumplimiento de la Constitución y de las leyes, se obliga a garantizar los derechos y libertades de todos los colombianos.”
Por eso, la unidad que simboliza la dignidad del presidente es de tal magnitud que todos debemos exigirle estar a la altura y buscar la unidad en un polarizado país que anhela la paz total, o por lo menos se conforma con una paz parcial.